Del tiempo creemos integrar los grandes cúmulos de
conocimiento, se nos ha concedido la comprensión del mismo desde que tenemos
uso de razón, lo medimos en horas para contabilizarlo en días, programarlo en
meses y rememorarlo en años, establecemos edades y cuantificamos vidas.
Hablamos
de él como solemos hablar del día y de la noche, lo damos por hecho sin verlo
materializado por nuestros sentidos ante la innegable resolución de que forma
parte de uno de los grandes principios estructurales del universo, pero igual
que una fuerza imparable, no puede ser dominado y sometido, cometemos el deplorable error
de creer que lo podemos controlar a nuestro ignorante capricho, asegurar incesantemente que
lo aprovechamos con la fragilidad de la certeza de que el orden es el medio que
tomará ventaja sobre el mismo, un destello del subconsciente que no se explica,
tal y como concebimos el concepto de fe.
El
interés por el tiempo es la catástrofe misma del ser humano, igual que con la
caja de pandora, no debió ser abierto permitiéndole desembocar la inmensidad de
su significado, pudiéramos haber sido pacientes, estudiarlo y entenderlo sin
dejar que su propio manto recubriera toda razón de nuestra existencia; no lo
decimos, pero lo sabemos, escatimamos que nos aventaja día con día robando
fragmentos de nuestra presencia, terminamos lamentando la perdida de la
juventud relegada en banalidades que no dejaron más que memorias perdidas, o
buscamos aceptar su incesante movimiento creyendo que entendemos la fugacidad
de nuestra vida material, tal vez es en este punto donde algunos
encuentran la última esperanza para rescatar la conciencia en la fe de una
idealización religiosa, ante el inminente final de desesperar en la nada.
Quizás
la clave de la percepción de inmortalidad recaiga en la ignorancia misma, la
desacreditación de esta presencia inmaterial, desarraigarse de las limitaciones
que el tiempo establece como leyes imperantes, establecidas para recordarnos
que ya no somos lo que fuimos y seremos lo que se acaba; recuerdo que una vez
una persona me aseguró que los días se volvían perpetuos cuando no volvía la
mirada ni un solo instante al reloj, hay personas que solo con olvidar su edad dan
acreditación a una vida sin restricciones que mantienen una juventud eterna de
la conciencia.
Tal vez
la lucidez del conocimiento es no dejar que recubra la universalidad de
nuestros pensamientos, razones para encontrar el sufrimiento hay muchas, y
aunque el tiempo las vuelve irremediables y prevalecientes, de la experiencia
es que recae la sabiduría del ser, los destellos de felicidad no se
contabilizan, se concentran en la memoria como argumentos que enorgullezcan nuestra
existencia.
Del inicio
a fin, la vida no es algo que simplemente se deba de aceptar, no se trata de
conformarse con el irremediable desenlace y subsistir a partir de ello, la
naturaleza humana nos llena de ambición y deseos infinitos, pensar que la idea
de prevalecer es eterna se vuelve en una satisfacción que, en el inminente
ocaso de nuestros días, quedará saciada y relegada del ciclo aventurado.
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